El sujeto que hace años tuvo la palanca contra el franquismo, no solo políticamente, fue aquel movimiento obrero combativo y nada corporativista y sectorial. Se nutría de nuevas formas de lucha y expresión política haciendo, no solo, inviable el modelo de relaciones laborales del momento, sino luchando por las libertades y la democracia. Fue lo que se llamó “la centralidad obrera”. De tal modo que la lucha no se reducía al binomio “capital/trabajo”; también se ampliaba a la lucha contra ese “capital” como sinónimo de explotación social, es decir, de las libertades y de los derechos humanos.
Tenía, entonces, el movimiento obrero el apoyo incondicional de la izquierda para la cual ejercía motor en la lucha por las libertades. Una izquierda que se representaba desde el PCE hasta organizaciones sindicales y partidos más minoritarios. Era la década de los setenta. Aquel movimiento obrero, del que no queda ni los rescoldos, manifestaba algo más que la propia supervivencia laboral, siendo esta, obviamente, protagonista de muchas de sus reivindicaciones.
Fue, en esa década, la última batalla de un movimiento obrero que vio como la izquierda se despegaba de él, sin abandonarlo del todo, y se apuntaba a otros proyectos políticos bien distintos que ya no lo tenía como fin y medio. Fueron las clases medias profesionales y la universidad en todos sus estamentos, enfrentadas también a la dictadura, quienes acapararon la atención de la izquierda.
Es necesario aclarar que no toda la izquierda compartió esa deriva, fue la representada por el PSOE y PCE, quienes formaron a sus élites en el “reformismo franquista” para posteriormente contener y extinguir la dinámica conflictiva del movimiento obrero.
Sin embargo, al “reformismo franquista” le urgía el establecimiento de la democracia, pero obviamente, a su modo y manera. Lo primero, antes que una Constitución, había que restablecer la paz social, había que extinguir o atemperar las luchas de fábrica, de barrios y más sectores sociales. Se señaló, como condición imprescindible e inexcusable, el “pacto social”, paso previo para un posterior “pacto político”. Es decir, antes que la instauración de libertades había que consolidar la paz social. Y así se hizo, fue en octubre de 1977 cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa. Pactos asumidos por UGT, que previamente había rechazado el acuerdo y por CCOO, si bien algunas secciones del sindicato habían manifestado su rechazo. Los partidos políticos parlamentarios firmaron todos. Se opusieron los partidos de la izquierda radical y entre las centrales sindicales la CNT.
Aquellos pactos fueron, sino la puntilla al movimiento obrero, si el freno para posteriores reivindicaciones, las cuales comenzaron la andadura dentro del orden establecido como “correcto y democrático”. Se aplacó y se subordinó la conflictividad laboral. Se plegó el crecimiento de los salarios a la inflación cargando la fractura de la crisis a las espaldas de las clases populares. La oligarquía franquista quedó impune, hoy aún domina las finanzas, y la clase trabajadora fue embridada para la posteridad. Aquella frase del bueno de Marcelino Camacho, a la salida de la cárcel, “Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar”, me temo que estuvo bien en aquel momento histórico. Hoy, se puede decir que ha perdido todo su significado, no obedeciendo a una realidad social y sindical que día a día nos muestra todo lo contrario. Otra cosa, son los buenos deseos.
Y no obedece porque en aquel momento histórico, como dejó analizado la CNT “El franquismo tuvo el acierto, el poder y los medios para comprar, absorber, aglutinar y corresponsabilizar de la nueva situación «democrática» a toda una clase política ansiosa por recibir prebendas, cargos y negocios. Sin olvidar una no menos inteligente política de institucionalización de antiguas y nuevas organizaciones sindicales cuyos dirigentes se aplicaron con ansias renovadas a la burocratización con cargos remunerados y al apaciguamiento de las clases trabajadoras. En definitiva, estaban dando por bueno el postfranquismo y pactaban con él. ¿No se dice, ahora, que la Transición fue un fraude?
La CNT se opuso a aquellos acuerdos desde un primer momento, consciente de que representaban un coste muy elevado para la clase obrera, no sólo por la pérdida de derechos económicos y sociales para la misma, sino también porque pretendían dar por cerrado el proceso de reforma política, poniendo punto final a las aspiraciones rupturistas. La crítica anarcosindicalista a los Pactos de la Moncloa representaba una amenaza tanto para las medidas de reajuste económico, que hacían recaer el peso de la crisis sobre una clase trabajadora combativa como la española, como para el modelo sindical impuesto. No es ocioso preguntarse, ahora, después de cuarenta años, si no estaremos pagando las consecuencias de aquellos pactos. Algunas personas, pensamos que sí.