Si vis pacem, para pacem

El militarismo es la ideología asociada al predominio de las políticas encaminadas a reforzar los ejércitos y los sistemas de defensa armada de un país. Añadido a esto, el belicismo incluye la idea de que la guerra es un buen o el mejor medio para resolver un conflicto. Más que nunca, tenemos que trabajar en la elaboración de una desescalada pacifista, con objetivos a corto, medio y largo plazo, que incluyan una teoría de la violencia y  estrategias  de  identificación y resolución de conflictos con mecanismos de justicia transicional y restaurativa. Es la vía para frenar estas ideologías, que conducen a la violencia, el sufrimiento y la destrucción.

El discurso más eficaz de legitimación del militarismo y del belicismo es el de la defensa y la seguridad, y está basado en la difusión del miedo y en una ideología de la identidad excluyente, tanto colectiva como individual. Es un discurso que, además, no atiende a las responsabilidades y causas presentes e históricas de la miseria que asola determinadas zonas del planeta, caldo de cultivo para la violencia y el gobierno del terror.

La teoría de la guerra justa, en la que se basan las resoluciones de las Naciones Unidas para autorizar determinadas intervenciones militares, justifica la guerra cuando esta se encamina a la legítima defensa. Sin embargo, observamos un uso vicioso del concepto de guerra justa cuando se intenta hacer pasar por legítima defensa la denominada “guerra preventiva”, como el bombardeo de EEUU sobre Afganistán después de los ataques del 11S o la imposible justificación de Israel para proceder al asesinato masivo (genocidio, crimen  contra  la  humanidad)  de 34.183 palestinos y palestinas, el 40% de los cuales son menores (más de 13.000) tras los ataques, por supuesto reprobables, de Hamás. No hay defensa legítima cuando se ataca a quienes no te atacaron, ni cuando se asesina a civiles, mujeres y menores. Estos ataques solo se explican por razones en sí beligerantes: hacer daño a una población para dañar así a los ejércitos que se pueden alimentar de ella, o como venganza, o por intereses verdaderamente genocidas, de desplazar o eliminar por completo a todo un grupo étnico, religioso o cultural.

Con el ascenso del militarismo y el belicismo, se difunden y consolidan procedimientos de toma de decisiones jerárquicos y basados en la obediencia.

 Hay opacidad en la utilización del conocimiento con fines militares, en las políticas públicas relativas a los posicionamientos en conflictos internacionales (esté o no directamente implicado el propio país), y en las políticas económicas relativas al gasto militar. No existe transparencia, y la toma de decisiones en estos ámbitos resulta antidemocrática.

El militarismo y el belicismo se basan en identidades excluyentes. Por un lado, identidades colectivas, estados-nación  que  se  presentan al exterior de un modo beligerante mientras se erigen sobre ideales de competitividad y productividad que asfixian la vida creativa e intelectual de las personas, con historias nacionales que tratan de apuntalarlos, revistiéndose de una “sacralidad blasfema”, como señalaba Tagore en su obra Nacionalismo (1917). Por otro lado, egos reforzados que buscan imponerse, deseos de contrarrestar la inevitable vulnerabilidad de la vida con una omnipotencia basada en la fuerza y la represión.

El militarismo y el belicismo son contrarios a los estilos de vida buena que defendemos, al cultivo de las capacidades y sensibilidades personales, la aceptación de la vulnerabilidad  propia  y  la  ajena, el sostenimiento de la vida que se promociona en un contexto de habitabilidad, el libre apoyo mutuo. Así, el trabajo por la paz incluye el trabajo por la libertad de expresión y pensamiento, por la resolución restaurativa de los conflictos, por la toma de decisiones democrática, deliberada e informada (también en el ámbito de la inversión militar, de las políticas exteriores y del uso del conocimiento con fines militares), y por la revisión de nuestras concepciones e institucionalizaciones del ego y del Estado.

Noelia Bueno Gómez