Desde la abolición del servicio militar la cuestión antimilitarista ha ido perdiendo peso en el argumentario de todos aquellos que luchan por la construcción de otro mundo
Recientemente se ha conmemorado el 70 aniversario de la masacre nuclear perpetrada por los EEUU en Hiroshima y Nagashaki. Siete décadas desde que se hizo patente que la capacidad destructiva de los ejércitos no sólo era enorme sino que a partir de ese momento se constató que era brutalmente rápida.
Desde entonces el movimiento antimilitarista adquirió una nueva dimensión y multiplicó su expansión alrededor del mundo.
En nuestro entorno, el movimiento antimilitarista tuvo su máximo apogeo en la lucha contra el servicio militar obligatorio y contra las bases militares y la OTAN y se vio articulada en los movimientos de objeción de conciencia y de insumisión y en cantidad de colectivos antimilitaristas. Sin embargo, desde la abolición del servicio militar la cuestión antimilitarista ha ido perdiendo peso en el argumentario de todos aquellos que luchan por la construcción de otro mundo.
En la actualidad el tema militar ha desaparecido de la primera línea de la mayoría de movimientos sociales -no hablemos ya de todos aquellos que hablan de tomar el poder vía partido político porque estos ya saben que, para mantener ese poder, necesitan al ejército y su industria de la muerte perfectamente engrasados-; obviando voluntaria o involuntariamente que la mera existencia de los ejércitos y el negocio de la muerte de la industria armamentística es un pilar dentro del orden capitalista. Esto está muy lejos de significar que el estado español se mantiene al margen del militarismo y sus consecuencias. Más bien sucede todo lo contrario.
Conocida es la posición que ocupa España en el negocio de la venta/tráfico de armas y cómo alienta y arma a Estados que utilizan el terror y la muerte como política fundamental -Israel, Barhein, Arabia o Marruecos entre otros- a pesar de que supuestamente las leyes españolas prohíben la venta de armas a países que no respetan los derechos humanos. Claro que si acataran sus propias leyes el propio Estado español sería el primero que no podría comprar sus armas debido a las reiteradas violaciones de los derechos humanos que comete. Es de sobra conocida la relación tan estrecha que existe entre el Estado y las empresas de armamento a las que prácticamente subvenciona a fondo perdido, a la vez que son su mejor cliente y ejerce de representante comercial. El fenómeno llega a la máxima expresión con el ministro Morenés, en su día consejero de Instalaza, empresa responsable de la muerte de miles de personas gracias a las bombas de racimo, entre otros artefactos, que fabricaba y comercializaba hasta su “teórica” prohibición. Después de esto, Instalaza denunció al gobierno español por lucro cesante. Este pleito se ha resuelto a favor de la empresa siendo Morenés ministro y encargado de pagarse a sí mismo y a los suyos la compensación económica. Por supuesto, se movía en este mundo empresarial al mismo tiempo que ocupaba altos cargos en la administración como la secretaría de Estado de defensa en el gobierno Aznar.
Por otro lado, el Estado español forma parte de ese organismo represor a nivel mundial llamado OTAN, y no sólo eso, sino que alberga, entre otras cosas, en la ciudad de Bétera un mando de fuerzas conjuntas de la Alianza Atlántica donde se halla un ejército de despliegue rápido de la OTAN. Obviamente, esto incumple las condiciones que acompañaban al SÍ en el infame referéndum de entrada a la OTAN de 1986 y que decía explícitamente que el Estado español no se incorporaría a la estructura militar integrada. Pero, ¿a quién le importa?
Sobre todo teniendo en cuenta el patético servilismo ofrecido a los EEUU desde la dictadura franquista y que el actual Gobierno ha elevado a la máxima expresión, permitiendo que Rota se convierta en la base para que los portaaviones norteamericanos campen a sus anchas por esta parte del globo, y dejando que instalen en Morón el mando del AFRICOM, la fuerza de choque con la que los EEUU impone su ley en África. Llegados a este punto es preciso recordar, que todos los gobiernos “democráticos” españoles han apoyado y participado en las diferentes guerras por la paz y por la democracia que es como les gusta llamar a sus masacres.
No menos increíble resulta el gasto militar que año tras año despliega el Estado con todo tipo de engaños para que no veamos la realidad de un presupuesto creciente y desmesurado que contrasta con el continuo recorte en las partidas que supuestamente están en la base de un Estado social.
El poder es consciente de que los ejércitos y las guerras tienen un evidente significado negativo, por ello, trata de revestirlo de una capa de humanitarismo. Así es como tenemos que los militares, según se nos vende, desarrollan misiones de paz -armados hasta los dientes pero repartiendo paz-, participan en rescates arriesgados, luchan contra los incendios, asisten en las catástrofes naturales… como si para hacer todo esto fuera imprescindible ser militar. Pero claro, todo esto bien acompañado de excelentes campañas de marketing como mandan estos tiempos en los que la imagen lo es todo y el espectáculo debe continuar hasta el infinito.
Pero por encima de todo esto no hay que olvidar lo que representa el militarismo.
Los ejércitos son la quinta esencia de los valores en los que se fundamenta un sistema de dominación: la jerarquía, la subordinación al líder, la obediencia ciega, la consecución de los fines sin reparar en los medios… Los ejércitos están diseñados con el único propósito de mantener y, en todo caso, restablecer el imperio del orden y la ley, es decir, aquello que el poder considera oportuno en cada momento. Para ello no importa cómo se consiga. Carecen de valor las vidas humanas, no significa nada arrasar regiones enteras y convertirlas en eriales estériles durante generaciones. El poder militar no se detiene ante nada ni ante nadie, simplemente obedece a su dueño, es su brazo ejecutor.
El ejército representa el as en la manga de cualquier Estado como aglutinante patriótico en momentos en que la exaltación nacional consigue diluir cualquier otra cuestión y como amenaza en la sombra, como recordatorio. Sin ir más lejos, la Constitución española autoriza al ejército a tomar el mando en situaciones especiales y, por supuesto, son los representantes políticos del poder los que dirimen qué situaciones son especiales.
Los ejércitos sólo sirven para la guerra y la guerra sólo se hace para aniquilar al otro, al supuesto enemigo. La realidad es que las guerras son diseñadas y dirigidas por el poder pero ejecutadas y sufridas por el pueblo. Siempre perdemos los mismo sea dónde sea esa guerra.
Los ejércitos y sus guerras son incompatibles con un mundo basado en la libertad y en el apoyo entre iguales. Es así de simple.
Mientras existan ejércitos, existirá la desigualdad, la opresión y la humillación. Prevalecerá el imperio de la fuerza, el imperio de la muerte.
Quebrantando el silencio.